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Sociedad

Una casa para el recuerdo de la infancia

Una casa para el recuerdo

Una casa en el recuerdo. El aldabón del portón de entrada a aquella casa era un puño dorado. Para alcanzarlo sólo tenía los brazos de su madre. En ellos llegaba muy temprano, envuelta en una manta y acurrucada buscando su calor, pero sobre todo, aspirando su olor. Un olor que la mantenía segura como si la acogiera en su vientre. Terminaba de dormir la noche en una cama de mueble extraña, pero los niños para dormir solo necesitan tener sueño.

Cuando despertaba, la casa llevaba tiempo en marcha y su madre estaba detrás de cada tarea. Esta vez, la Navidad se había instalado en una de las estancias, una habitación pasillo, que hacía de recibidor con armario para guardar abrigos, paraguas o zapatos. El Belén estaba tan alto que sólo alcanzaba a ver a los Reyes Magos bajando la montaña. Se pasaba el día de puntillas intentando descubrir la magia de cada figura, lo que no veía, lo inventaba. Y estaba dispuesta a asegurar que Sus Majestades de Oriente se movían, los veía cada día más cerca del establo donde el 24 de noche nacía el Niño Jesús.

Olía a lantisco y serrín, a agua fresca y barro. A bolitas de alcanfor de los ropajes que envolvían el Belén. Toda una tentación para esta niña porque con sus personajes no sólo podía construir muchas historias, sino vivirlas. La imaginación era su principal poder a esa edad. Podían impedirle jugar, pero no soñar.

Se vivían las estaciones por estancias

El Belén era uno de los escenarios que guardaban esta casa en Navidad, en ella se vivían las estaciones por estancias. Y su olor años después seguía persiguiéndola. Nunca más conoció una casa con dos trayectorias, de invierno y verano. Siempre había dicho que para llegar a sus confines había que circunvalarla, palabra que aprendió muchos años después y que ahora le ayudaba a definirla.

El recorrido del verano daba acceso a un acogedor patio, con un suelo en tonos rojos y verdes inciertos. En las flores predominaba el verde: aspidistras, cintas, sombrerinas, ficus, palmeras pequeñas. Una gran maceta central que protegía el aljibe y varias alrededor de diferentes tamaño completaban el cuadro. Pero, además, decenas de ellas tapaban las paredes de arriba abajo, dando paso a una escalera con losetas de barro, frescas en el verano, frías en el invierno. La niña estaba atenta cuando se abría el aljibe y nunca entendió cómo esa zona no se hundía sobre una cavidad oscura y misteriosa. El agua limpia y fresca se podía beber directamente del cubo. Que sencillo era todo entonces.

Los tiempos se mezclaban en los recuerdos de la niña pero el patio era siempre el lugar donde la tía Isabel partía aceitunas, manzanillas, ya pintadas de madurez. Esos días, el olor a tierra, a verde, a tomatera, inundaba la casa. Una silla costurera, una tabla y una piedra junto a la tinaja donde iban cayendo una a una, acompañadas del sonido que hacía al machacarlas, acompasado con su respiración.

Casi en la misma época, lo primero que hacía la tía Isabel era preparar la copa de cisco picón. Sentada en la misma silla, con un soplillo de empleita y echada sobre el brasero, no paraba de soplar hasta verlo del todo encendido. Poco después, lo metía en la mesa de camilla, con el sahumador encima para tender prendas de ropa interior, no sin antes echar un buen puñado de alhucema. El olor buscaba cada rincón de la casa para pasar el invierno.

La cocina, el primero de los mundos

Se ha adelantado a la historia…

Recién despertaba, la cocina era el primero de los mundos por descubrir. En esta estancia abría por primera vez los sentidos. Todos porque no sabía a donde mirar que no encontrara la razón de su existencia. La sillas eran de madera y panel, con el cabezal redondo y pintadas en color oscuro. La barbilla la apoyada en el hule, dibujado a cuadros llenos de flores, en una mesa cuadrada pegaba a la ventana del patio, de patas que terminaban intentado llegar arriba con una media circunferencia, muy suave.

Los restos aún visibles del desayuno, migajas de tostadas con aceite de oliva y azúcar. Café recién molido y recién hecho. Y tres aceitunas prietas desperdigadas en un platillo blanco. El fregadero con agua caliente que aún humeaba y la tía Amparo iba de la despensa al frigorífico para darle lo mejor que había en la casa, con su voz educada y dulce, con el cariño de la hospitalidad cristiana. Era fácil sentir el calor de la familia, en vasos de leche caliente donde iban a parar los primeros sobres de Cola Cao y el azúcar necesaria para endulzar los días.

Aquella casa era como un baúl de circo. Cada estancia estaba llena de preguntas, de misterios que azuzaban la curiosidad de una niña. Por tener, tenía hasta habitación de juegos. Estaba al final de la casa, con una ventana a un pequeño y frío patio (hasta en verano) y toda la pared rodeada de un poyete que servía de asiento a la vez que de montaña para poner una casa de muñecas. Era, también, cuna, cocina, armario, sardiné interior donde jugar a los cromos o a vestir muñecas de papel. Allí aprendió a recortar trajes de una lámina con tan poco atino que se llevaba por delante la mayoría de las veces los anclajes, también de papel, los que después habrían de sujetarlo a un cuerpo gracioso envuelto en ropa interior.

¿Peligro? Más bien emoción

Pero aquella escalera parecía estar imantada, era una voz que la llamaba. La casa de su infancia, la señorial y solariega, igual que se circunvalaba en la planta inferior, lo hacía en la superior. Con rincones en ambas plantas que daban miedo. Por ellos pasaba corriendo e imaginando que algo o alguien la perseguía, saltando por si el peligro estuviera en el suelo ¿Peligro? Más bien emoción.

Esta misma escalera, llevaba primero a una habitación que había servido de dormitorio, con cama y armario de madera y formica, y una ventana que también daba al patio. Colcha de seda de un azul intenso, el dibujo era como un paisaje que invitaba a viajar. El armario estaba lleno de ropa antigua o vieja, ropa de campo, abrigos largos con grandes cuellos, de lana y vastos botones. También había camisones de dormir, capas blancas de tergal para los días de tinte casero, tocas antiguas de lana y un baúl con parte de un ajuar de novia. Y olía a telas buenas, alcanfor para las polillas y humedad.

El pasillo que recorría el “soberao” de una punta a la otra de la casa era un museo dedicado a labrar la tierra. Había de todo, arrinconado o colgado en las paredes, botellas de vino, tinajas y damajuanas, espuertas, búcaros, cántaros, cajas de plásticos que habían llegado con la modernidad, colleras de mulos, cerones de esparto, cuerdas de pozos, cubos de hojalata.

Todo un mundo en el que vivir era una auténtica tentación. Pero para la memoria donde empezaba lo bueno era al otro lado del pasillo, justo el momento en el que la estancia se abría a la luz que entraba por una pequeña ventana a la calle. Un espacio para guardar la intimidad, con vigas de madera en un tejado a dos aguas.

Un mundo para quedarse a vivir

Allí, en una habitación que separaba el antiguo granero del pasillo de los aperos, era donde esta niña encontró el mundo listo para quedarse a vivir. Estaba esta estancia toda llena de revistas, antiguos dominicales de ABC, con primeros planos de actrices a todo color o fotografías de desfiles militares. El significado era lo de menos, en una mente infantil solo existen los riesgos del presente, y aquello era como una cuna mecida con música celestial. Alguna que otra vez, los rayos de la tarde la cogieron allí sentada, intentando adivinar lo que no conseguía entender. Hasta que la voz de su madre la impulsaba como si en el frío escalón que separaba estancias siempre hubiera un resorte. Sólo se activaba con la voz materna, eso sí.

Había habitaciones para cada momento y todas tenían rincones para inventar. Aquella que escogieron para unas fotos en blanco y negro, sobre una sofá vintage de escay (¿o quizás era piel?) beig, muy claro, casi blanco, dos sillones individuales junto a otro de tres plazas. En el centro, una mesa que parecía de mármol o tal vez lo era, en tonos grises casi negros y blancos. Pero lo más interesante era cuando te sentabas y frente aparecían las colecciones de libros, los primeros de verdad que vio en su vida. Todos en un mueble bar donde también se guardaban las botellas de brandy Espléndido Garvey y Anís del Mono, anisado refinado ponían en la botella, todo con sus respectivas copas.

Los cajones eran toda una tentación y, si alguna vez se atrevió a abrirlos, el miedo fue tal que la memoria no recogió ni los detalles. Y la mesa alta, en la que estaban todas las fotos de la familia, de bodas, nacimientos, bautizos, visitas a la plaza de las palomas en el Parque de María Luisa o a la plaza de toros de Sevilla. Cada una con un relato en su líneas de claroscuros. Y muchas realizadas por Manuel el de los Platos en aquella misma casa. Las primeras fotos de esta niña, fueron en el patio, sobre una colcha de dibujos de Damasco.

Aquí empezaba otro mundo: el de la mesa de camilla

Paralelamente, separada solo por un ancho pasillo, otro camino la llevaba también a la cocina. Se utilizaba especialmente cuando hacía mal tiempo y las puertas del patio estaban cerradas evitando frío y lluvia. Y aquí empezaba otro mundo. El de la mesa de camilla llena siempre de restos de cartuchos de castañas, nueces, mantecados, empanadillas, vasos de duralex con restos de café. Llenas de todo los tipos de vida. Se recordaba encima de la mesa, por algo era la primera niña que había nacido, rodeada de las mujeres de la familia cuando llegaban a tomar café desde distintos barrios del pueblo, calle Morón, San Antonio y casitas nuevas. Donde las llevó su vida casamentera, caminos que a ninguna les costaba recorrer, sobre calles adoquinadas que paraban antes de llegar a los confines del pueblo, ahora más mucho cerca.

Porque criarse sin madre para las tres hermanas que coincidían en esta casa, era vivir buscando su calor y dejar como herencia el recuerdo de relatos inconclusos a lo largo de media vida, risas tardías en los encuentros de primas, tardes escasas en la casa transformada donde siempre quieres volver a riesgo de no poder soportar la nostalgia de la infancia.

Un gran dormitorio para la familia

Una casa de patinillo con olor a jazmín que daba luz y ventilación al dormitorio principal. Casa de despacho con cierro a la calle que se convertían en lugar de recogimiento para ver pasar al Señor o la Virgen en Semana Santa o para sentarse a tomar el fresco en el verano. La vida era poco más.

Y otro gran dormitorio por el que pasaron todos, en el que las camas se multiplicaban como los invitados. Donde el seno materno se hacía de nuevo realidad, con la cama de muebles para criar a la familia. Desde allí salían los pequeños de la casa en desbandada el día de Reyes Magos, seguros de que ya habían pasado por la salita de estar para dejar camiones y muñecas lloronas para todos, porque por algo los Reyes eran Magos.

Una casa que se instaló con todas sus habitaciones dentro del alma de una niña. A la que volvió durante muchos años y la que añora cada vez que entra en la calle Doña Luisa de Arahal.

DEDICADO a la memoria de Manolita y la infinita bondad de tía Amparo.

 

Los huecos en su mesa

Periodista. Directora y editora de aionsur.com desde 2012. Corresponsal Campiña y Sierra Sur de ABC y responsable de textos de pitagorasfotos.com

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