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Cultura

Tiendas que dejaron marcadas con sus nombres esquinas, calles y memorias

 

Lugares donde los recuerdos te asaltan cuando paseas, que pusieron su nombre durante años a esquinas de un barrio. Tiendas en las que descubrir los sabores de la infancia, aprender palabras nuevas y ver el mundo con ojos como platos.

 

C.G. AION Arahal

Fotos cedidas por Memoria Visual de Arahal/AION 

Hay lugares en Arahal que se recuerdan por el nombre de sus negocios. Esto no es nada nuevo pero es una de las formas más directas de llegar al corazón de quienes vivieron sus primeros años en ellas. Crecí en el barrio de las casitas de San Antonio (barrio Pío XII, aunque nadie lo conocía por este nombre), un lugar de gente trabajadora donde la olla exprés marcaba los tiempos de la mañana y la cafetera los de la tarde.

Tienda de Curro Bejines.

Es difícil hoy en día recorrer el barrio sin esperar que en cada esquina te asalten los recuerdos. La esquina de la calle San Juan será siempre, para quienes alcanzamos el medio siglo, la de “María de Fernandillo”, no he visto en mi vida cuñas más grandes que las que llegaban cada tarde a esta tienda, recién elaboradas, en una enorme bandeja. 25 pesetas costaban y, a veces, iban acompañadas por carmelitas, algo más pequeñas de tamaño pero no menos apetecibles.

El caso era que si llegabas tarde, ni carmelitas ni cuñas, la última en venderse dolía en el corazón de quién aparecía justo a tiempo de perderla de vista en manos de un vecino más espabilado. El deseo te pinchaba a la hora del café y la cuña; más que la merienda, era el postre a una comida de garbanzos, apurar el plato siempre suponía condición indispensable para después visitar a María la de Fernandillo.

Pero me he adelantado a la historia. Porque la mañana era sin duda para Rafael, el de la tienda. Donde años después hubo una pescadería, todavía me parece ver a Rafael, detrás del mostrador. Serio, con la paciencia justa para atender a la clientela. Las estanterías llenas de productos de primera necesidad, tienda de comestible por excelencia, ubicada en los únicos comerciales de una barriada construida en los años 60 para desahogar hogares múltiples de esa época. La tienda estaba en un rincón, flanqueada por dos bares, el Rinconcillo y el Bar del Mono, este último un lugar que rompió los esquemas de las tascas para convertirse en uno de los primeros aspirantes a pub de estos años.

Familias con nombres propios

Hasta allí fuimos a parar familias con nombre propio. A los niños y niñas nos llamaban con la apostilla del nombre de la madre. El padre a veces aparecía pero para completarlo. ¿Las razones de la elección? Entonces las madres estaban en su casa la mayor parte del tiempo, llegar al hogar y no encontrarla trajinando era siempre por visitas al médico. Cuántas veces les hemos oído decir que sólo iban a Sevilla «por males».

Tienda del Revilla en la actualidad. Foto: AION.

Los viernes eran para la tienda de «la Armandita”. Carne de cerdo y pollo, por entonces derivados había poco. La carnicería más cercana, situada en la calle Santa María Magdalena, o en el barrio Fatiga, como se conocía entonces. La cuenta venía siempre en un recorte a mano de papel de estraza, con números de trazos grandes, a lápiz de punta gruesa, por si había que corregirlos. Por la noche, cuando ya estaban recogidos los platos de la cena, era normal repasar lo comprado y lo pagado. “Niña, tú que estás en el colegio, repasa esto”. Cualquier reclamación se resolvía con un tira y afloja, incluida advertencia de no volver, algo impensable porque no se trataba sólo de negocio, era vecindad.

Saltar a otros barrios no entraba dentro de los planes diarios en aquella época, pero a veces la familia tiraba. Y de mi tiraron mis queridos tíos Isabel, Amparo y Rafael, Chari y Lupe. Por su hospitalidad llegué a conocer, en la zona centro, la tienda del marchenero, esquina que hoy siguen recibiendo el mismo nombre aunque siempre dependerá de la generación que dé las indicaciones. Una tienda con escalones para bajar, antiguo ultramarino de cuyo almacén podía salir casi cualquier producto. Sin buscar mucho. Estanterías de maderas y cajones, pequeños escaparates, lo importante no era vender en la calle sino dentro.

O la tienda de Revilla, con Pepe en la entrada del mostrador. En aquella época me parecía alto y desde esta distancia me decía “¡Anda si está aquí la Beleña chica!”. Ver liar el azúcar con papel de estraza, con tanta maestría que no se caía ni un grano, por pequeño que fuera. “Dice mi tía Isabel que medio kilo bien espachao”. Otro día eran tornillos, botones o polvos para las hormigas, daba lo mismo. Antes de entrar sabía que ya me esperaba la sonrisa socarrona de Pepe Revilla dispuesta a preguntar por mi padre. Ese mismo papel de envolver se planchaba con las manos para de nuevo ser utilizado. Uno de los usos era quitar la cera de las túnicas de nazareno, el calor de la plancha sobre la prenda con el papel encima hacía que los restos de cera salieran con facilidad.

Tienda de Antonio Domínguez.

Los más ricos manjares de Curro Bejines

Estaba también cerca de la calle Doña Luisa y Morón una Panadería, la de la calle Pozodulce (sus descendientes son los propietarios actuales de la Panadería Pablo). Entrabas en un zaguán enorme, losas rojas y gris oscuro en los lados, en el centro un caminito que cambiaba el trazado del suelo. Al entrar, a la izquierda se abría una ventanita por donde te atendían. Recordaba a un torno de convento y olía tan bien a pan que la tentación de darle un pellizco de vuelta a casa era insoportable. Hasta que te dejabas llevar por ella.

Molletes para rellenarlos de la especialidad de la casa de mi tía, tortilla crudita que impregnaba hasta el último migajón. Caseros con distintas formas, el que más me llamaba la atención (ya aún hoy me llama), el que tiene forma de rombo con la parte superior de cuadraditos desiguales. Las hendiduras entre un cuadrado y otro tenían el tamaño exacto de mi pequeño dedo, así que el pellizco estaba asegurado.

Camino de la Plaza Vieja, centro neurálgico de las compras mayores, era un placer pasar por la tienda de Curro Bejines. Fue a la primera persona que vi cortar jamón, con tal maestría,tanto que pensaba que se trataba de comida de dioses. ¡Cómo olía la tienda de Curro! El estómago dolía sólo con pasar por la puerta, aunque estuvieras recién comido. Allí se concentraban, casi desde el suelo al techo, los más ricos manjares. Haciendo “mandados” para mi familia aprendí a distinguir la diferencia entre el chorizo de Revilla y la mortadela y un queso viejo de oveja y una caña de lomo sin una sola veta de grasa. Aunque seguí sin probarlos hasta muchos años después.

Allí vi por primera vez una tableta de chocolate Nestle, puro objeto de deseo. En tiempos de «cogía» (término tradicional para nombrar el verdeo), ir a comprar la chacina a la tienda de Curro se hacía justo y necesario, una forma de celebrar el trabajo.

Estas tiendas eran sobre todo para las mañanas, todas te surtían de sus especialidades. En ellas siempre había que esperar. Una espera llena de conversaciones cotidianas, de preguntas compasivas por los familiares enfermos, de anécdotas de mujeres que pasaban el día trajinando entre limpiezas y comidas, lavados y planchas, cambios de ropa de invierno a verano, bajeras de cal, aliños de aceitunas; café con empanadillas, albarditas, roscos de azúcar, tortas de ajonjolí y de aceite sentadas en la mesa de camilla, cuando las horas del día ya no tenían más sol para faenar. O en el patio durante el verano, entre faena y faena.

Tiempo de costuras

Esquina de Soria.

Por la tarde le tocaba a las de telas, era tiempo de costura, durante las largas horas del estío. Un trozo de tela, tergal, resto de una sábana vieja para aprender las primeras puntadas. Sentada en los pasos de una escalera con ladrillos de barro, más frescos imposible. Telas, botones, tiras bordadas, corchetes, cinta de forrar, hilo para sobrehilar y jaboncillo de señalar.

Un día me mandaron por unos metros de lazo raso rosa. Todo el camino iba repitiendo como una letanía, «lazo raso rosa». Calle Doña Luisa, Espaderos, Cervantes, menos mal que el recorrido era corto, sobre todo porque siempre iba corriendo. Cuando llegué lo lance del tirón. En la X, todo pasillo a lo ancho, mostrador también a lo ancho. Esta mercería sí que era para perderse; tantos cajoncitos y cajas llenas de cremalleras de todos los tamaños que tenían debajo del mostrador. Atendida por dos hombres, hermanos, Juan y Paco Maldonado. También demasiado altos en mi recuerdos, y delgados.

Esta calle en sí es para escribir un libro, en ella se concentraba la mayor parte del negocio del vestir en Arahal, además de la que siempre será la esquina de Soria, entre Veracruz y Espaderos. Un paseo comercial desde Doña Luisa (Revilla) hasta la calle Cervantes, además de la X estaba la Fama y Antonio Domínguez. En tres calles podías encontrar todo lo que necesitabas para vivir. Y si le sumabas la tienda de María Corriente, en la Plaza Vieja, el conjunto no tenía nada que envidiar a cualquier centro comercial de los de ahora. Con una gran diferencia. El tiempo se medía sobre el mostrador y dependía de lo que durara la conversación porque aquí las compras eran vida social.

Conocí en estos días de infancia también la esquina del Cuentero, en calle Morón, o la tienda de Luisa, en calle San Antonio, donde se crió la familia Portillo bajo la mirada de una mujer que, adelantada a su tiempo, era capaz de echar todas las horas del mundo en la tienda y criar a su vez a una familia numerosa, lidiando en una calle donde en aquellos tiempos la necesidad obligaba a abrir largas cuentas. Pero esto es por sí solo otra historia.

Hay otras tiendas que seguro coincidirán con los recuerdos de muchos de los lectores. Dejo abierta la puerta del recuerdo, lo mismo entre todos contamos una gran historia, la de aquellos lugares que desaparecieron para instalarse en la memoria.

 

Periodista. Directora y editora de aionsur.com desde 2012. Corresponsal Campiña y Sierra Sur de ABC y responsable de textos de pitagorasfotos.com

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